martes, 30 de marzo de 2010

Dramatización de la obra de Edipo rey (Segundo Grupo)

Segundo Grupo

EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendréis que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.

CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.

TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.

EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?

TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.

EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.

EDIPO. ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?

TIRESIAS. Este día te engendrará y te destruirá.

EDIPO. ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!

TIRESIAS. ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?


EDIPO. Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.

TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.

EDIPO. Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.

TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.

EDIPO. Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.

TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)

CORO

ESTROFA 1ª

¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.

ANTÍSTROFA 1ª

No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.

ESTROFA 2ª

De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.

ANTÍSTROFA 2ª

Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad
(Entra Creonte.)

CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti y ante los amigos.

CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que intencionadamente.

CREONTE.- Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis consejeros, el adivino decía palabras falaces?

CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.

CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra mí?

CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder. Pero él, en persona, sale ya del palacio.
(Entra Edipo en escena.)

EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura: buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas?

CREONTE.- ¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y, después de conocerlas, juzga tú mismo.

EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte, porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.

CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a contar.

EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un malvado.

CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un bien, no razonas bien.

EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas correctamente.

CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero infórmame qué perjuicio dices que has recibido.

EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar al venerable adivino?

CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se refiere.

EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...

CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.

EDIPO.- ... sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?

CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos años.

EDIPO.- ¿Ejercería entonces su arte ese adivino?

CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por igual.

EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel tiempo?

CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente.

EDIPO.- Pero, ¿no hicisteis investigaciones acerca del muerto?

CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos nada.

EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces estas cosas?

CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio.

EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total conocimiento.

CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.

EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la muerte de Layo a mis manos.
CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo mismo que ahora tú lo has hecho de mí.

EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de asesinato.

CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?


EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.

CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que ella?

EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.

CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a vosotros dos?

EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.

CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores acompañados de provecho. Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en un solo día.

CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los que se precipitan no son seguros para dar una opinión.

EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.

CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del país?

EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.

CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de aborrecimiento...

EDIPO.- ¿Quieres decir que no me obedecerás ni me darás crédito?

CREONTE.- ...pues veo que tú no razonas con cordura.

EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.

CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo mío.

EDIPO.- Tú eres un malvado.

CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes nada?

EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de ello.

CREONTE.- No al que ejerce mal el poder.

EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!

CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.

CORIFEO.- Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para vosotros, sale de palacio Yocasta, con la que debéis dirimir la disputa que estáis sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)

YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originasteis esta irreflexiva discusión? ¿No os da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está sufriendo la ciudad? ¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que no es nada en algo importante?

CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.
EDIPO.- Asiento. Pues le he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas ruines.

CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra ti algo de lo que me imputas!

YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por respeto a mí y a los que están ante ti.

ESTROFA 1ª

CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo suplico.

EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?

CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en virtud del juramento.

EDIPO.- ¿Sabes lo que pides?

CORIFEO.- Lo sé.

EDIPO.- Explícame qué dices.

CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.

EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la ruina o mi destierro de este país.

ESTROFA 2ª

CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que os atañen a vosotros dos se unen a los que ya había.

EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.

CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más se duelen de soportarse a sí mismas.
EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?

CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el mismo.
(Se aleja.)

ANTÍSTROFA 1ª

CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio?

YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.

CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me desgarra lo que puede ser injusto.

YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?
CORIFEO.- Sí.

YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?

CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que se quede el asunto allí donde cesó.

EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.

ANTÍSTROFA 2ª.

CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.

YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo.

EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.

YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el motivo de la querella.

EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.

YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?

EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que a él en persona concierne, está completamente libre.

YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros le mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.

EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos!

CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?

EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.

YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.

EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?

YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.

EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?

YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.

EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?

YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?

EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?

YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Paréceme que acabo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.

YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.

EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.

YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.

EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?

YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.

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