Resumen de Bola de Sebo, de Guy de Maupassant. Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina.
Entre los soldados hay hombres de todas las especies: jóvenes dispuestos a acometer o a huir, veteranos aguerridos... Vienen de la guerra. Hay temor en la ciudad. La misma Guardia Nacional ha desaparecido. Francia está derrotada por los alemanes. La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
A la ciudad de Ruán (en el norte de Francia) ya han entrado los prusianos (reino de Alemania). Acercábanse a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Veíanse obligados los vencidos a mostrarse atentos con los vencedores. Un grupo de burgueses consigue un salvoconducto para marcharse a El Havre, ciudad al oeste de Ruán, a las orillas del canal de la Mancha. Eran ellos: los esposos Loiseau, almacenistas de vino; el señor Carré-Lamedon y su esposa, de la industria de algodón; y el conde y la condesa Hubert de Breville. Iban también en el carro dos monjas y un hombre y una mujer. El hombre se llamaba Cornudet, un fiero democrático, revolucionario, terror de las gentes respetables. Cornudet esperaba con impaciencia el triunfo de la República. La mujer que iba a su lado era una de las que se llaman galantes, famosas por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo, de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges (como rosarios de salchichas gordas y enanas), con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como una manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura. Las tres damas comenzaron a murmurar al percatarse de la presencia de Bola de Sebo, de la presencia de aquella prostituta.
El viaje se alargaba debido al mal tiempo, que les impedía a las bestias avanzar con regularidad. Entonces comenzó el hambre a agitarse en los estómagos de los viajantes.
Nadie llevaba alimento. La verdad es que me siento desmayado, dijo el conde. Pero Bola de Sebo sí llevaba comida, y se dispuso a sacarla. Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.
El perfume de las viandas comenzó a impacientar y a producir saliva en los viajeros. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza. Loiseau se atrevió a hablar.
▬ La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.
▬ ¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.
▬ Francamente, acepto; el hambre obliga mucho... En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.
Después empezaron a comer las monjitas y también Cornudet, que no se mostró esquivo a las insinuaciones de la moza. Continuó la esposa de Loiseau. Los cuatro restantes se aguantaron las ganas, pero no sería por mucho tiempo. La esposa de Carré-Lamedon se desmaya de hambre, y logra restablecerse con el vino de Bola de Sebo. Sería el conde y su esposa quienes seguirían en comer. Después, todos se enfrascarían en una amena conversación.
Cuenta Bola de Sebo por qué decidió alejarse de Ruán. Narra la forma en que intentó estrangular a un prusiano. Se declara ser Bonapartista (seguidora de Bonaparte) Siendo Cornudet de opinión diferente, ofende con sus palabras a Bola de Sebo. Discuten. Interviene el conde. La condesa y la esposa del industrial odian a la República, por lo que involuntariamente se sienten atraídas hacia la prostituta.
Finalmente llegaron a Totes. La diligencia se detuvo frente a la posada del comercio. Al abrir la portezuela se encontraron con un alemán. Un oficial prusiano les pide que se bajen, y revisa el salvoconducto. Luego entran a la posada. Más tarde el posadero pregunta por la señorita Rousset (Bola de Sebo) El oficial prusiano desea hablar con ella. Pero Rousset se niega. Logran convencerla de que vaya. Así lo hace, pero a los cinco minutos está de regreso y muy irritada. ¡Miserable!, exclama; y a nadie le explica lo ocurrido.
Después de cenar, se marchan todos a sus habitaciones. Loiseau observa por un agujero que Cornudet intenta aprovecharse de Rousset, pero ella se niega.
Por la mañana, al no encontrar al mayoral, el que conduce la diligencia, parten a buscarlo. Lo encuentran charlando con los prusianos. Y es que los vencidos y los vencedores conviven en armonía en aquel lugar. Es el mayoral quien les dice que el oficial prusiano le ha impedido preparar la diligencia. Los tres burgueses hablan con el oficial, y éste simplemente les responde que no continuarán el viaje.
Mientras juegan a las cartas, el oficial manda a preguntar si ya se decidió la señorita Isabel Rousset. Ella responde: Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nuca, nunca! Ella confiesa que las intenciones del oficial son estar con ella. Todos se indignan por la actitud canalla del oficial. Pero al amanecer el nuevo día, comenzaron algunos a indignarse por la negativa de Bola de Sebo; pues sabían que de ella dependía que se reiniciara el viaje. Y llegó un nuevo día. Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; mostráronse irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo. La señora Loiseau dice: No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Sí la conoceremos! ¡En Ruán lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella!... Y hoy, que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues la muy zorra!
Reunidos, deciden intentar convencer a Bola de Sebo para que ceda a las pretensiones del oficial. Al día siguiente, el conde le dice: ¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una liberalidad muchas veces por usted consentida?
Para el día siguiente, manda a decir Bola de Sebo que no la esperen, que se halla indispuesta. Esto hace creer a todos que finalmente se decidió a entregarse al prusiano. Y tal cosa ocurriría.
Al día siguiente, todos se disponen para continuar el viaje. Son libres. Rousset fue la última en llegar. Saludó. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles. La señora Loiseau se atrevió a decir: menos mal que no estoy a su lado.
Durante el camino, todos sacaron los alimentos que previamente habían preparado. Todos comían sin importarles que Bola de Sebo, que no tuvo tiempo de preparar comida, se resignaba a verlos comer con apetito. Rousset lloró. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de Burdeos. La señora Loiseau dijo: Se avergüenza y llora.
Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida. El demócrata canturreaba La Marsellesa. Mientras tanto la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, mezclábase con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.